La primera vez que supe de la existencia de Ursula K. Le Guin fue durante el último año de la Licenciatura en Filología Inglesa. Su cuento «She Unnames Them» era una de las lecturas obligatorias, y me llamó tan poderosamente la atención que me hice con el libro de cuentos en el que aparece recopilado -uno de los varios en que aparece, ahora sé-, «Buffalo Gals and other Animal Presences».
El verano siguiente tenía hambre de fantasía y, después de releer todo el Tolkien que tengo en casa y dar un par de palos de ciego siguiendo recomendaciones fallidas, di con el ciclo de «Earthsea». Al margen de la historia que cuenta, el mundo en que se desarrolla y los personajes que lo habitan, diré que principalmente dos cosas me fascinaron y me han convertido en una rendida admiradora de esta Gran Dama de la literatura: el tono de su voz narrativa, una sutil e inesperada mezcla de alegría y tristeza, que hace de la lectura de cualquiera de sus obras una experiencia íntima, sorprendentemente honesta y siempre enriquecedora; y su amor por las palabras, cuyo valor profundo conoce y revela, dando una enorme profundidad y trascendencia a sus textos.
Durante este último año he ido leyendo -y todavía estoy en ello- obras de sus ciclos del Ekumen -Hainish Cycle-, tanto novelas como cuentos, y de Orsinia, los Anales de la Costa Occidental y obras sueltas, así como ensayos y obra crítica. Por otra parte, suelo leer los textos que va publicando en su página oficial, que hablan tanto de literatura como de su gato Pard o de la vida en general.
En las referencias que se pueden leer sobre ella en libros especializados, en revistas o en la Red, se la suele categorizar como una escritora de Ciencia Ficción y de Fantasía, dos géneros literarios que, por desgracia, portan consigo un estigma negativo: se supone que no son High Literature, o Literatura con mayúsculas, se encuentran fuera del Canon, y son alimento de los que consumen Cultura Popular, un saco en el que cabe de todo menos la respetabilidad. Algo de veras lamentable.
Siempre he creído que la ausencia de dragones en la literatura de un país hace estragos. Sí, dragones. Me ha alegrado mucho saber -lo descubrí ayer mismo, cuando llegó al correo el último libro de Le Guin que he adquirido, «The Language of the Night»- que ella opina parecido. Dice: «Those who refuse to listen to dragons are probably doomed to spend their lives acting out the nightmares of politicians. We like to think we live in daylight, but half the world is always dark; and fantasy, like poetry, speaks the language of the night». (Es más, cuando acabe mi Master sobre Cultura Clásica -esa sí que es respetable- y haga el Doctorado, pensaba centrarlo en el importantísimo papel que juegan los dragones en la literatura.)
Verdaderamente no comprendo por qué tiene que ser más realista la literatura ambientada en nuestro planeta que la que lo está en cualquier otro. Por otra parte, el futuro me resulta tan probable/improbable como el pasado, por no mencionar el presente. Y gracias a Dios no tengo más prejuicios contra una nave espacial que contra una cuadriga romana o un Volkswagen.
Dicho esto, regreso a los principios. She Unnames Them. Porque ahí estaba ya todo, aquel afortunado día en que lo leí.