Veamos una serie de premisas:
-el individuo está, por definición, solo;
-sin embargo, imagina mil y un subterfugios para no estar así, tales como el grupo, la sociedad, la amistad, el amor, los dioses, la familia… ;
-al final, recurre al arte;
-encuentra en el arte la posibilidad de manifestar su individualidad;
-el arte es mensaje, comunicación, tenga o no destinatario esplícito: la obra artística, sea plástica, literaria, musical… se proyecta desde el claustro de la intimidad hacia el ágora infinita donde se reunen los otros;
-en ese infinito, brilla por un tiempo la individualidad -lo único- para luego empezar a confundirse con lo común -lo universal-;
-con el tiempo -si sobrevive al tiempo- la obra, que no su creador, cede su hermetismo y se vuelve permeable;
-la obra, en su esencia, viaja hacia los otros y se une a ellos, enriqueciéndose, enriqueciéndolos;
-desde la apreciación de la obra podemos llegar a intuir al otro, ese eterno desconocido que la creó, en su soledad.
Inauguro esta nueva sección para satisfacer mi debilidad por los paralelismos, por los momentos de epifanía en que las órbitas de esos cometas aparentemente erráticos que son los creadores se cruzan. Dijo Rumi: “Nunca el amante busca sin ser buscado por su amada”.Celebremos los encuentros. Encuentros entre desconocidos, quizá, pues quién sabe si Escher había visto alguna vez al gato de Franz Marc cuando pintó el suyo. Gato blanco, 1919. Escher
Gato sobre almohadón amarillo, 1912. Marc Obviamente son gatos distintos, aunque ambos sean blancos, pero su sueño es, creo yo, el mismo.
Y para empezar propongo dos historias que interpretan el silencio y la naturaleza: Silencio, una fábula, de Edgar Allan Poe, 1837 y El valle del silencio, de Jose María Merino, 1982.